A lo largo de los años noventa, el término minimalista proliferaba imparablemente para describir cualquier arte geométrico, técnico, repetitivo, estructural, liso, barato, blanco o negro. Hoy nos ataca en revistas de mobiliario, anuncios de relojes y hasta en el subtítulo en cursiva de la sección de cocina de la revista del corazón que lee mi socia para sentirse menos artista de vez en cuando.
Para empezar, tanto en las artes como en la arquitectura, la poética minimalista se asocia con la negación silenciosa frente al ruido que acompaña al resto de lenguajes artísticos, como un espacio de paz que quiere alejarse de la farándula que acompaña al circo.
Hay diferentes interpretaciones sobre lo que esa negación significa. El escritor Josep Quetglas escribió sobre el tema que: “no puede usarse minimalista como adjetivo de cualquier actividad (…) sin mostrar una absoluta incomprensión respecto a aquella actitud que mantuvieron los pioneros artistas americanos de los años sesenta: Robert Morris, Donald Judd, Sol LeWitt…”.
El mencionado Donald Judd, máximo exponente del auge minimal, hablaba del concepto “objeto específico”, definido como un objeto con capacidad de no significar nada por sí mismo, permaneciendo desnudo de cualquier interpretación objetiva. Quetglas lo complementa: “lo minimalista es algo que trata de cortocircuitar cualquier información entre la obra y el espectador”. En otras palabras, que ante la presencia innegable de una obra el espectador siente un vacío comunicativo, una neutralidad, que impide la comprensión del objeto más allá que está ahí, sin más.
¿Y en arquitectura? Llevando el concepto hasta un extremo, Quetglas defiende que de algo minimalista “ni siquiera podríamos decir si es una pintura o una escultura, eso lo dotaría de una componente reconocible cuando, por definición, carece de todas. Algo de lo que pueda llegar a decirse que es arquitectura (…), ya no puede ser minimalista.”
Personalmente, creo que ese extremo resulta demasiado exclusivo. En una definición mucho más inclusiva, el beinache nichts (casi nada) de Mies van der Rohe y el less is more de Philip Johnson establecen la filosofía de la arquitectura minimalista como un manifiesto a centrarse en los elementos primordiales de un proyecto, sin necesidad de explorar complejidades ornamentales innecesarias. La misma idea, dicha de forma más elegante.
Ahora bien, es cierto que la pureza y la simplicidad que abandera el término minimalismo es fácilmente manipulable, lo que la convierte en una arma publicitaria de demostrada versatilidad y eficacia.
El arquitecto Ignasi de Solá-Morales describió este problema muy bien cuando dijo que “el minimalismo es una ética de apartamiento y renuncia del mundo, de sus contradicciones y banalidades. (…) Paradójicamente, el minimalismo como oposición y renuncia deja de tener fuerza significativa cuando es convertido en moda.”
Fuente: Cosas de arquitectos