Hay gestos con los que la arquitectura se hace amable a diario. El arquitecto Santiago de Molina ha recogido muchos de ellos en su blog Múltiples estrategias de arquitectura, que ahora da también título a un libro que trata de enseñar esta disciplina más allá de las aulas.
Así, por este volumen desfilan las ocurrencias de Alison y Peter Smithson para disfrutar de los placeres de la vida (ver la luz del sol extenderse sobre el suelo o leer en la cama), la humildad de Charles Correa al reconocer más fuerza al barro que a la piedra (recordando a Noguchi), las ambiciones del matrimonio Eames para sacarle partido a una casa, los huecos y los bultos de los Pietilä, los dibujos -a mano y cabeza- de Jørn Utzon o las travesuras de Gordon Matta-Clark en su perfil más bajo, más doméstico y, por eso seguramente, más influyente.
De Molina es profesor de proyectos en la Universidad San Pablo CEU de Madrid, pero está convencido de que “es posible descubrir y disfrutar la arquitectura fuera de las aulas y la academia”. Solo se requiere atención. Así, abriendo la mirada, más allá de autores y personajes, las entradas –ahora capítulos- de este libro recogen también muchos de los objetos que escriben la microhistoria de un edificio. O de una ciudad. Un peldaño en la casa Mairea -extendido para acoger al que llega-, la barandilla de la escalera en la casa Chitarrini -que se convierte en banco- o la modestia de los tercos ladrillos “siempre cargados de descubrimientos”.
De Molina da consejos a veces más poéticos que precisos, como cuando invita a convertirse en “turista de la geometría” o a mirar “como si los ojos estuvieran fuera del cuerpo” y otras tan específicos como animar a practicar la copia, sin miedo –eso sí-, de ideas.
De este modo su libro, como su blog, es una ventana abierta a todo lo pequeño que ayuda a hacer mejor lo grande. Toda una lección que, de asimilarse y aprenderse, haría de la arquitectura, como él quiere, un ejercicio de cortesía que, por mera educación, prestaría oído antes de interrumpir con un comentario.
Fuente: El País